Le observaba fijamente desde el otro lado de la
calle. Estaba sentado en aquella escalinata de piedra, con la cabeza entre las
piernas y las manos tapándose los pocos huecos que dejaban su cara, deprimida y
amargada, al descubierto. Me imaginaba aquella escena en blanco y negro, sacado
de alguna película grabada en una de las numerosas calles sin color de Nueva
York. Para él, aquel pobre hombre abatido y apesadumbrado, el tiempo pasaba
despacio, como queriendo burlarse lentamente de una eterna agonía que no le
dejaba en paz, que le hacía morir poco a poco. ¿A qué se dedicaba?, es la
pregunta que me hacía yo. No paraba de repetírmela, intentado hallar una
respuesta en algún gesto que se le escapase y dejase entrever en que malgastaba
su tiempo.
Egocéntrico asqueroso; se consideraba así cada vez
que reflexionaba… o bebía. No esperaba encontrar ninguna luz que le salvase. Él
estaba condenado a saborear la soledad por el resto de sus días. Era de esos
que a la luz de un candil, encerrado en una habitación vacía y destartalada,
soñaba con romper las paredes y encontrar su libertad, deseo que anhelaba, pues
no siendo libre el hombre muere ante el hombre. Aquello me recordaba a un
invencible caballero y su deseo de vivir en paz, quizás, un “príncipe de los
ingenios”.
Mediocre hombre, que cae en la debacle de pensar que
todas las noches tendrá un buen sueño, y que ese sueño algún día se cumplirá.
“Más sabe el diablo por viejo que por diablo”, y es pues el diablo quien se ríe
de él, escondido en una esquina, observándole, como yo ahora mismo, planeando
que hará con la alma de otro descarriado que piensa que la vida finalmente, es
una desgracia tras otra.
Era escritor, me dijeron tiempo después, de estos
que viven la vida para plasmarla en un papel y rociar la tienta sobre él con
trazos lentos, firmes y decididos. A cada palabra que escribía llevaba consigo
una pequeña parte de su ser, tal vez este era el motivo por el cual decían que
su rio de sentimientos se desbordaba con facilidad, ayudado por su inevitable
obsesión en reproducir con un apenado estilo su tosca melancolía. Su fiereza
era el cuervo de Poe, su desvariar el péndulo de Bécquer, su locura la bravura
con que el pirata sacudía el yugo del esclavo al dar por sentenciada su vida.
Quizás nunca llegó a entender que la vida no es
dura. Es dura para los huérfanos, para los esclavos, para los que viven con la
guerra llamando a sus puertas. Pero para él, la vida es un pastel, con trozos
amargos.