Inquietante la situación que se te puede llegar a plantear en un autobús, un sábado por la mañana, habiendo tomado lo suficiente para estar activo todo el día. Aclarar que todo lo tomado entraba dentro del ya conocido marco legal, ese que si le dejas unos años va disminuyendo de tamaño hasta que cosas tan insignificantes, el hacerlo, entrarías a formar parte del selecto club del Top Ten “Enemigos Públicos”.
Dispuesto a pasar un día memorable, monté en el autobús sabiendo a donde iba, pero sin saber donde debía parar. Así que, ingenuo de mi, le pregunté al conductor cuál era la última parada, él, con una voz bronca y seca, que parece haber lamido todo un desierto, me contestó de forma indiferente
-el cementerio-.
Y allí, como una estatua de las que coronan los rascacielos más altos, me quedé paralizado. Un frenesí de palabras, mezcladas con imágenes, un coctel que marea bastante, pasaban corriendo por mi mente, dejando una huella imborrable. Y en aquel momento, solo se me ocurrió pensar lo corta que es la vida, lo efímera que es, que en una hora de viaje te basta para vivirla. Ya en marcha, y yo sentado en la parte de atrás, el autobús recorría sin prisa, sin ánimo de lucro, las fantasmagóricas calles en esa mañana de invierno primaveral. En mis pequeños ojos se podía leer perfectamente la reflexión que se escribía en mi cabeza, -¿la última parada?- el cementerio, inevitable, como la muerte.
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