El vaso que sostenía sus manos colgaba en el
vacío de aquella habitación, paciente, sereno, esperando que su dueño lo llenase
de whisky otra vez para llevárselo a la boca y saciar la sed de su garganta, de
sus iras, de sus miedos… El rostro de aquel hombre estaba enterrado en su
gélida mano, arrugada y seca, amartillada por el paso del tiempo y las
experiencias vividas. Un inquebrantable halo de soledad le rodeaba, hacía de la
habitación un espacio inmenso donde él se sentía un grano de arena en medio de
un desierto. Era frustrante estar sólo, pero su condición, su forma de ser, le
habían llevado a esa situación.
Vivió lo que vivió y ahora está retirado, pudriéndose
en los efímeros días que pasan ante sus ojos sin consolarle. Él escribía
historias, documentaba aquello que nadie más podía ver, se iba hasta el último
rincón de la Tierra para grabar en la memoria el detalle más ínfimo que podría
observar, y llevárselo a casa y tenerlo de recuerdo. Él había viajado al fin
del mundo, había vivido otras vidas en Oriente, había robado besos en Tombuctú
y esquivado a la muerte en algunas colinas de Bosnia. Había vaciado botellas de
tequila a lomos de un burro en México y saltado mil muros que separaron
ideologías, culturas, abrazos y algún que otro amor.
Vivió lo que vivió, y ahora, encerrado en su
pequeño mundo, insatisfecho, sujeta ese pequeño vaso, sujeta la soledad, sus
miedos, su desgana, sus recuerdos de tantos detalles que grabó y de aquellos
que se quedaron por grabar.
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