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domingo, 8 de diciembre de 2013

Otra historia que contar

   El vaso que sostenía sus manos colgaba en el vacío de aquella habitación, paciente, sereno, esperando que su dueño lo llenase de whisky otra vez para llevárselo a la boca y saciar la sed de su garganta, de sus iras, de sus miedos… El rostro de aquel hombre estaba enterrado en su gélida mano, arrugada y seca, amartillada por el paso del tiempo y las experiencias vividas. Un inquebrantable halo de soledad le rodeaba, hacía de la habitación un espacio inmenso donde él se sentía un grano de arena en medio de un desierto. Era frustrante estar sólo, pero su condición, su forma de ser, le habían llevado a esa situación.
   Vivió lo que vivió y ahora está retirado, pudriéndose en los efímeros días que pasan ante sus ojos sin consolarle. Él escribía historias, documentaba aquello que nadie más podía ver, se iba hasta el último rincón de la Tierra para grabar en la memoria el detalle más ínfimo que podría observar, y llevárselo a casa y tenerlo de recuerdo. Él había viajado al fin del mundo, había vivido otras vidas en Oriente, había robado besos en Tombuctú y esquivado a la muerte en algunas colinas de Bosnia. Había vaciado botellas de tequila a lomos de un burro en México y saltado mil muros que separaron ideologías, culturas, abrazos y algún que otro amor.

   Vivió lo que vivió, y ahora, encerrado en su pequeño mundo, insatisfecho, sujeta ese pequeño vaso, sujeta la soledad, sus miedos, su desgana, sus recuerdos de tantos detalles que grabó y de aquellos que se quedaron por grabar. 

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