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lunes, 6 de diciembre de 2010

Dos estrellas y una bandera en el balcón

Un viaje, otro viaje, el mismo viaje de cada año, mi cara demostraba el poco entusiasmo existente en mi cuando montaba en el coche. 350 Km. escuchando música, acabe de algunos grupos hasta las narices. Lo peor fue abandonar la autopista y meterse en la nacional; curva a la derecha, curva a la izquierda, arriba, abajo. Ya de noche y por la carretera empezamos a vislumbrar pueblos que sino llega a ser por el GPS nos quedamos si conocer el nombre, pero total, entre pueblo y pueblo un club nocturno, es imposible que alguien se pierda.
Por fin llegamos al destino solicitado, un hotel que sin más miramientos, entras, coges la llave y te metes en la habitación hasta la mañana siguiente, por que ver lo que se dice ver en el pueblo, no hay nada, un par de peñas futboleras y dos iglesias, una de ellas en ruinas y la otra siempre ocupada en hacer algo.
A la mañana siguiente, me ducho, me visto y bajo al “hall”, y allí me encuentro con el gerente del hotel poniéndome una cara de “aquí se desayuna pronto”, y vaya con el desayuno, nauseas no, lo siguiente.
La idea de irnos a la casa de campo se nos va al garete cuando la lluvia se le ocurre hacer acto de presencia en medio de las calles solitarias del pueblo. De todas formas nos acercamos para ver que tal todo aquello, unas colinas llenas de olivos y un camino que da gusto pisarlo, un perro de no más de dos palmos de longitud ladrando y pavos con gallinas cacareando a la sucia mañana. De vuelta al pueblo decidimos visitar otro, por si la cosa no había quedado clara, pero este, además, tiene estilo mozárabe. En cuanto llegamos me doy cuenta de que ese, es un pueblo para jóvenes, los mil escalones que hay en toda la pendiente me corroboran la hipótesis. Poco tiempo duramos en él y nos volvemos para el hotel. Allí ya definitivamente asentamos la base de operaciones en la cocina y nos ponemos a preparar migas a lo bestia. El resto de la tarde se define con un paseo por el pueblecito, con especial reconocimiento al camarada Gertrudis,  hermano político del fallecido del pueblo y gran luchador en la guerra de sucesión y una luna llena traviesa que se asomaba entre dos nubes como si estuviera jugando al escondite, pero cuando uno se la queda mirando piensa, “normal que aúllen los lobos”.
Mención especial, aparte, a las iglesias. La de las ruinas, el campanario estaba a grito pelao reclamando una remodelación y una mano de pintura en la sacristía, y la otra iglesia en bodas de plata y oro con un desfibrilador metido debajo del altar, por si acaso.
Por la noche, la cena de todos los años, guardada en el congelador por los magníficos gerentes del hotel, ambos con la viabilidad sexual perdida por Cuenca y un partido de futbol de esos que se ven en el bar con los amigos y que te dejas la voz gritando a un arbitro inseguro de si mismo. Por suerte tuve mi momento de… espacio en blanco (quien conozca la radio me comprenderá) en la noche. De madrugada uno se duerme mal si tiene un colchón con muelles en pie de guerra. Por la mañana y con una cara de sueño, me ducho, me visto y bajo a desayunar, esta vez con un poco más de tranquilidad, pero con ansias de largarme de allí, despedirme con un hasta nunca, y volver lo antes posible.

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